LA TRAMA DE MALÉFICA
“En
el día del nacimiento de la Princesa Aurora, sus padres, el Rey Estéfano y la
Reina Flor, organizan una gran ceremonia a la que invitan a todo el reino.
Durante la ceremonia, Maléfica aparece, decepcionada porque no la han invitado,
y como venganza, hace caer una maldición sobre la princesa, diciendo que en el
día en el que cumpla 16 años, se pinchará el dedo con el huso de una rueca, y
morirá.”
Así comienza el cuento de la bella durmiente. Ya
lo conocemos todos, pero lo que quizá no recordemos muy bien es la parte en que
Maléfica hace crecer un bosque de espinas alrededor del castillo, y después, se
transforma en un enorme dragón negro y púrpura, y ataca a Príncipe Felipe (que nada tiene que ver con la
familia Borbón). Al final, Felipe la apuñala con su espada (en su forma de
dragón), acabando así con Maléfica.
Cuando escapé del torreón situado en lo alto
del castillo, donde estuve encerrado mucho tiempo tejiendo para la malvada
bruja y su ejército no reparé en lo que dejaba atrás, sólo pensaba en salir de
allí con el menor daño posible. En cuanto pude fugarme respiré hondo y pensé
que ya nunca más tendría que subir a las mazmorras situadas en la tercera
planta, me sentía feliz por ello. Aunque tenía aun lo recuerdos muy vivos y
algunas cicatrices se habían vuelto a abrir, continuaban sangrando y emitiendo
nauseabundos olores que asustaban a los que me rodeaban.
Ayer lunes encontré un pequeño papel en mi
libro de lectura, alguien lo había dejado allí para que yo lo encontrara a
primera hora de la mañana. Estaba muy bien doblado y en el me hablaba del azul
ultramar, volvía el lapislázuli a mi vida, Arturo Casciaro comenzó con su
libro, yo lo continué con el texto y Ana Isabel Sevillano Trujillo lo terminó
en su misiva.
La nota era corta y escueta, unas palabras
amables y otras que me hicieron ruborizar, pero sobre todo muchos silencios,
unos ensordecedores silencios que llenaron mi estancia y me sumieron en una
gran melancolía, pues recordé que ella seguía allí en lo alto del castillo.
Comenzaré desde el principio, pues la
historia es larga y aun no ha concluido, pero merece la pena ser recordada y
contada.
Todo comenzó como un día normal de la
tejeduría del terror aunque aun no sabíamos que la denominaban así. Bellas y
danzarinas hordas de hebras de hilo sobrevolaban sobre nuestras cabezas, la
música nos envolvía y aún Maléfica no se mostraba envuelta en llamas verdes y
no pululaba por allí su secuaz llamado Diablo, al que denomina cariñosamente
"Fiel Amigo" y su ejército de ineptos monstruos tampoco habían hecho
acto de presencia.
El escenario estaba montado
maravillosamente y los tramoyistas conocedores de su oficio no dejaban ningún
hilo sin atar, para que de esta forma, las sargas, satenes y tafetanes salieran
a la perfección. Los copos de lana nos servían de sujeción en nuestro etéreo
nadar sobre esas nubes en las que nos zambullíamos. Así iban transcurriendo los
días, pero me daba cuenta que los decorados eran sólo eso, cartones pintados
para tapar las rejas de las ventanas, los fríos muros y las grandes cerraduras
que había en la gran estancia hasta entonces dividida en dos maravillosos
salones digno de un rey.
Éramos sólo algo más de media docena de escogidos
para hacer compañía a la bruja y sus
secuaces, pero cuando nos captaron no sabíamos cuales eran sus intenciones ni
hasta donde podían ser de malvados. Las comidas se fueron tornando agrias y
pobres, apenas nos calmaban el apetito y pronto comenzamos a pelearnos entre
nosotros por tan preciado botín. Esto fue sólo el principio, aunque ya desde
aquellos primeros días me di cuenta de algo que me extrañó mucho, pues uno de
nosotros apenas si comía y notaba que se estaba consumiendo de pena y hambre. Sólo
mucho tiempo después pude descubrir que se trataba de la Princesa Aurora.
Estaba en su rincón, rodeada de telas de
araña hábilmente tejidas para que no notara que estaba siendo atrapada en la
malla, su banco de trabajo estaba tres puestos mas allá del mío, no podía verla
ni oírla, las máquinas con su ensordecedor y rítmico rugir no dejaban que pudiéramos
comunicarnos entre nosotros ( ahora lo he comprendido). Su tez blanca y pálida
denotaba su rancio abolengo y su erguida espalda correspondía a un ser nacido
de alta cuna. Con su larga y trigueña cabellera, bien se podría tejer un etéreo
traje de piel de ángel comparable con el mejor raso o satén. Allí estaba ella
sumida en una extraña melancolía.
Pasaban los días y las semanas sin darnos
cuenta del lugar tan tenebroso en el que nos encontrábamos, parecía que estuviéramos
adormilados, no se si nos proporcionaban algún tipo de brebaje para mantenernos
en ese sopor continuo. Con los años supe que esta joven era una artista llegada
de la vecina Córdoba y pude comprobar por mi mismo de su maestría y destreza en
estas artes y otras.
Después de muchos meses o años nos fuimos
conociendo, realmente no se cuanto tiempo trascurrió pues nos habían privado de
la luz y los relojes y sólo nos permitían parar de tejer unas breves horas al día
para comer y descansar en los camastros que nosotros mismos improvisamos con
los restos de tejidos inutilizados por las ratas que por allí moraban.
Una tarde (lo supe al salir) me
encontré con que mis grilletes estaban
sueltos, podía escapar y por supuesto no lo dudé, no tuve que decirle nada, únicamente
le mostré mis muñecas libres, delgadas y sucias, pero sin las cadenas que
durante tiempo llevé. Una lágrima asomó de sus limpios ojos y me dijo, “no te
vallas, no me dejes aquí sola”, pero ya apenas si pude llegar a escuchar ese
sollozo, ese grito desesperado, pues corría montaña abajo sin mirar atrás, sin
despedirme de ella, sólo quería volver a respirar.
Años después o días, realmente no lo sé,
veo que la princesa sigue cautiva, la princesa está triste. Se que duerme
sentada en el banco de trabajo liada en la manta que tejiera yo con lana en el
telar debajo lizo, esa frazada blanca que fue mi ultimo trabajo en el “Reino de
lo vertical”.
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