domingo, 30 de junio de 2013

EL AZAHAR EN CORDOBA









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     Cierra los ojos y abre un frasco de esencia de azahar, ya estas en disposición de recorrer un viaje en el tiempo, aléjate cuanto necesites en la distancia y sueña, revive la niñez y sonríe, que el paseo va a comenzar y todo esta preparado para que la regresión sea placentera y te invada una inmensa felicidad propia de los bebés.
     Comienzo yo relatando la mía, vuelvo atrás en el tiempo treinta y cinco años, cuando tenía dieciocho, me encuentro en una ciudad nueva para mí, iba flanqueado por mis amigos Eduardo Lama y Antonio Ruiz y me enseñaban su ciudad natal, era una florida primavera y percibía algo nuevo en mi vida, pues me encontraba con un  fuerte y penetrante perfume algo dulzón, esta fragancia que para siempre me recordaría a la bella y sultana Córdoba, lugar por donde hoy paseo nuevamente para reencontrarme con mi pasado, aunque esta vez acompañado por mi amada y bella esposa, cogidos de nuestras sudorosas manos paseábamos por sus calles y jardines por la calurosa y embrujada ciudad.
     Los naranjos no estaban en flor, y a mis amigos no los vi, cambiaron sus carreras y sus vidas, como también lo hiciera yo, ya nada era igual, aunque lo único diferente era yo mismo, el tiempo no había cambiado la ciudad, pero si a mí. Un hombre mayor  deambulaba por enésima vez por otra desértica calle, su pesado y lento paso se dejaba ver por las estrechas costanillas, sobre su pulida cabeza reverberaba el sol del medio día, haciendo imposible ver nítidamente su redonda cara, y su peso le hacía imposible andar sin jadear, faltándole el aliento a cada paso que daba, tambaleándose sobre los adoquinados callejones, allí esta Juan nuevamente, aunque un tanto indolente y sin la curiosidad propia de la juventud, no esperaba nada nuevo, nada que revolviera mis entrañas, ni que evocara mi perdida fantasía.
     Calle tras calle pasaban ante mí, pues su paso era mas rápido que el mío, apenas si miraba a mi alrededor, sólo me asomaba a ver algún patio desde fuera y poco más, hasta que sucedió el milagro, en un recodo, en un atajo, o puede que en un despiste propio de mi desidia, tropiezo con algo fuera de lo común, algo que no pertenecía al entorno, me encontraba junto a una diacronía indescriptible, algo o alguien lo había puesto allí e incomprensiblemente yo lo encontré, no pude ni pestañear, no se como explicar aquel fenómeno que se desarrollaba justo en frente de mí, aquello me dejó desarmado, indefenso, no lograba articular ningún sonido inteligible, tampoco pude apartar mi mirada y desde lo mas profundo de mi ser me estremecí, nunca pude imaginar que mi paseo pudiera terminar así, pues me encontraba en el año 974 sin haberme movido un milímetro, sin que hubiera pasado un sólo segundo, estaba en la callejuela de Los Arquillos, en la confluencia de la calle Cabezas, nombre este último que evoca el origen de la vía y que una antigua leyenda medieval, transmitida por juglares castellanos contaba.
     Agarrado a la puerta de hierro forjado y oxidado me quedé maravillado, estaba asombrado, aturdido, era un lugar fuera de lo común, esta calle que ostenta descarnados muros de ladrillo y un escalonado pavimento empedrado, y haciendo honor a su topónimo, la cruzan transversalmente unos arquillos que acentúan la perspectiva de profundidad. En este lugar anida uno de los muchos mitos históricos que la ciudad alumbra, y de la que proporciona pista la lápida que figura al exterior: “Dos insignes historiadores cordobeses, Aben Hayan, Ambrosio de Morales, y un cantar de gesta castellano nos dicen que en el año 974 en esta casa estuvo preso el señor de Salas Gonzalo Gustioz y que las cabezas de sus hijos los siete infantes de Lara, muertos en los campos de Soria, fueron expuestas sobre estos arcos. Verdad y leyenda venerable, de fama multisecular en toda España”. Esto esta escrito sobre un azulejo, e incomprensiblemente en ingles. El viaje a la Córdoba bajomedieval me dejará una huella indeleble, haciéndome recapacitar sobre mi visita y su significado.
     Conozco también estos días a un artista, la obra de un pintor cordobés, Pepe Duarte, él vuelve a llevarme por un recorrido esplendido por el tiempo, la exposición me muestra el camino que ha seguido a lo largo de su vida, su maravillosa geometría me enseña a limitar los planos en cada obra. Maravilloso y extremadamente pulcro dibujante consigue pintar con colores, sin líneas, su paleta me acerca a los maestros, no en vano es maestro de maestros. Con él pude deleitarme rememorando y recordando a admirados creadores de los últimos tiempos, porque José lleva el germen de todos ellos en sus telas y en sus policromas tablas. Pero una parte importante de lo expuesto representa la España humilde, la de posguerra, la mísera, esa que nos han contado. La retrata maravillosamente, sin tapujos, cruda y desnuda. Disfruté muchísimo con su trabajo y del hallazgo tan importante que hice.
     Días después y ya con todo asentado me doy cuenta que esta regresión no viene sola, la vida gira sobre sí misma, las olas al romper nos devuelven parte de lo que se llevaron y así todo transcurre como es el caso en que me he encontrado al llegar a mi casa, a Granada, me doy cuenta que debo de volver a mi rutina, al trabajo, seguir estudiando, y sobre todo intentar crear para sentirme vivo nuevamente.
     Tengo una amiga cordobesa, una artista con la que compartí un curso y con la que mantengo un bonito y fructuoso vínculo epistolar, ella se llama Ana Isabel Sevillano, y que al saber que estaba en su amada ciudad me escribe: …“Estoy deseando poder leer el fragmento de Córdoba. Espero que te esté gustando mi tierra, no se qué es lo que tiene, pero si paseas por sus calles te llenan de energía y alegría, el olor es diferente te sientes parte de la misma tierra, creando un vínculo maternal que no se puede explicar…”. No soy el único que huele la ciudad y oye su música, esta sensible y joven mujer siempre me enseña algo, y en esta ocasión ha sido mucho. Pero no sólo ella me lleva por nuevos mundos, pues he recibido un libro procedente de Argentina, Santina Francisca Barbera, que sin saberlo cierra otro círculo, otra vuelta de la espiral, me manda un haiku de Matsuo Bashō que dice:

                                                          No sigan las huellas
                                                        de antiguos, busquen
                                                        lo que ellos buscaron
    
     Importante cita de este poeta del periodo Edo, sobre todo en este momento en que me encuentro, después de mi regreso del pasado y cuando curso estudios de caligrafía Shodo y pintura Sumi. Así termina otro viaje, otra fantasía, y en definitiva otro capítulo de la vida.
    
 







viernes, 28 de junio de 2013

AS DE GUIA




                                        




     Cuatro años atrás había dejado el puerto, la partida fue de noche y nadie estaba en el muelle despidiéndose, la dársena estaba maloliente, pues las redes allí depositadas sin  tan siquiera haberlas desenredado estaban en avanzado estado de descomposición, aún se movían algunos peces atrapados allí de las capturas y descartes del día anterior, casi se podían escuchar los lamentos, los gritos y sollozos de los moribundos animales, el nauseabundo hedor me mantenía semialetargado y mi corazón latía rápido y poco acompasado -ya no era joven- necesitaba  partir rápidamente, antes de que comenzara a desperezarse el día, necesitaba no ser visto ni oído, pues mi desaparición debía de pasar desapercibida, como lo fue mi llegada. Un día estaba allí tirado sobre unas viejas tablas de un abandonado barco, bajo un toldo improvisado con unas viejas velas de un abandonado velero. Nadie supo nunca cuanto tiempo llevaba allí semidormido, casi desnudo y sucio, siempre con la mirada perdida en el horizonte y la cabeza y mente perdida en sabe Dios que cosas.
     El mar estaba calmo, sólo una suave brisa matinal me mantenía fresco, pero húmedo, siempre mojado y con ese olor a muerto que me acompañaba habitualmente desde hacía tiempo atrás. El sol se elevaba suavemente para volver a destrozar mis dañadas retinas, los días sucedían a las noches sin  hacerme reaccionar, mis movimientos se habían vuelto mecánicos, apenas necesitaba pensar para sobrevivir, pescaba al amanecer, y comía lo capturado cuando el sol estaba en su cenit, volvía a recolectar algo al atardecer para devorarlo sin mucho miramiento ni pudor con las últimas luces de la tarde.
     Dormía, comía y poco más, ya apenas ni reflexionaba sobre mi vida ni esperaba nada, sólo el retraso de un nuevo día me inquietaba, el siguiente amanecer podría ser el último, la próxima comida se me antojaba distinta e insípida, ese momento en que nunca más sentiría el placer de la incertidumbre, podría estar detrás de la siguiente ola, o quizá un poco más lejos, justo en el lugar donde se unen cielo y mar, en esa fina y difuminada línea que ya apenas llegaba a distinguir, pues mis hundidos ojos estaban llenos de larvas de algún microscópico animal que nunca debió llegar allí, y que disfrutaba del húmedo y caliente clima que encontró en mi globo ocular.
     Con mis agrietados labios y sin apenas ver ya no comía apenas y sólo bebía el agua que recogía del rocío de la mañana, sorviendo y chupando las mugrientas telas que ponía en la cubierta de mi paquebote, ese que antaño fuera un gran navío y del que sólo queda el recuerdo en alguna vieja postal que nunca llegó a su destinatario, y algunas letras de su nombre en su gastado «trawler».
     No siempre fue así mi larga travesía en estos cuatro años, hubo un tiempo en que los camarotes estuvieron llenos de gente, amigos, pero sobre todo pasajeros de los que casi ni recuerdo sus caras, llegaban de todas las ciudades del mundo, buscaban las libertad que proporcionaba el mar, el poder navegar por todas las costas descritas en mi libros y así sentir ese viento que tantas veces  quemó mi maltrecha cara, llegando a desfigurármela de por vida. Nunca supe como llegó mi cuaderno de bitácora a manos de algún librero, que malinterpretándolo, pensó que era un libro de aventuras y que podía editarse.
    Comencé a escribir una tarde de primavera, ya casi entrado el verano, y lo hice para tomar partido por una causa justa a la que quise poner voz, y ahora me veo en la necesidad de cerrar y firmar la obra, esta que quedaría inconclusa sin narrar las vicisitudes que acarrearon mi desafortunado quijotismo. Después de luchar contra vientos y mareas, con tempestades y huracanes y con la tranquilidad del deber cumplido, me quedaría la sensación de la inutilidad de todo lo viajado, si no fuera por los recuerdos acumulados en estas páginas, donde narro todas mis peripecias y desencuentros con el mundo, apoyado en mis amigos y mi propia esposa que ha viajado a mi lado en casi todas las ocasiones y me ayuda a empaquetar este volumen, enterrando mis propias vergüenzas.
    El día que estoy terminando de relatar mi último viaje, o mejor dicho la tarde, es un verano cualquiera de Sevilla, allí he desembarcado por última vez, en el río Guadalquivir que me viera nacer, aunque kilómetros mas arriba y llamándose  Geníl. Estoy junto al puente de Triana intentando ordenar todas las mojadas e ilegibles páginas que amontono en una vieja y oxidada lata de conservas. Sólo me queda recuperar algunas cosas que se me han caído al río al desembarcar, pues mis cansados músculos apenas si me mantienen en pie, y mis viejas articulaciones no me dejan controlar mis torpes movimientos, ni tan siquiera lo que fuera una fuerte musculatura era capaz de mantener mi torcida columna derecha, este viejo marinero abandona el barco y hace un nudo con una soga, el «As de guía» para atrapar los enseres caídos al sucio río.
     Utilizo este lazo porque se trata del único nudo corredizo utilizado por los marineros; se usa en maniobras de aparejos y para recoger objetos flotantes que puedan haber caído por la borda, también hay quien lo denomina ahorcaperros, pero a mi no me gusta llamarlo así por razones obvias. Ya con él en mis manos pesco el resto de mi valiosa mercancía y la deposito en los estantes de mi carruaje, hecho con las cuadernas de mi desvencijado barco, haciendo desaparecer todo resto de mi viaje. Vagaré hacia algún lugar remoto para recomponer los pedazos que han sobrevivido y que lleguen a vuestras manos de una manera limpia y ordenada.
     En el camino de regreso, y recapitulando los contenidos que quedarán plasmados en mi ópera prima, pienso en cómo debió de ocurrir todo, recuerdo a todos los que cayeron al mar en los días de tormenta y nunca más volverán, familia y familia de compañeros fallecieron en la travesía, otros abandonaron el barco sin despedirse, sin mirar atrás, sin agradecer el paseo y ni tan siquiera pagar el pasaje. Evoco algunos personajes que viajaron en clase superior, otros fueron polizones o truhanes, pero finalmente todas se fueron yendo dejándome en la más absoluta de las soledades. Bueno... tampoco puedo ni debo decir eso, un pequeño ramillete de joyas aun conservo y espero poder lucirlas el tiempo que me quede que navegar si algún día partimos hacía nuevas aventuras auspiciadas por libros e historias que van llegando a mis manos.
     Los bultos recogidos del río ya están secos unos días después y decido abrirlos y ver el estado de su contenido, me encuentro que hay unos amarillentos papeles en los que hablo del «Jorobado de Notre Dam», recuerdos me asaltan dejándome muy aturdido, pues se acerca el momento de poner la palabra Fin a mi lucha. Manuel Fernández Magán paseaba cuatro años después por el bulevar de la avenida Calvo Sotelo de Granada, ya no estaba jorobado y se le veía feliz y recién afeitado, el día anterior había acabado su penúltima lucha como miembro del tribunal del módulo de grabado, comentamos lo extraño de encontrarnos en ese lugar tan alejado de los sitios que solíamos frecuentar. Le confieso que busco unas revistas que me había encargado una amiga Mejicana y que debía mandárselas a su país, y así quedó todo, despidiéndonos cordialmente como siempre.
     De vuelta a mi casa, nos encontramos nuevamente y me pide que le enseñe el artículo de nuestra amiga común Gabriela Sodi Miranda, él la conoce antes que yo, pues pertenece a «libro de artista», y así le descubrí mi secreto, pues ya sólo quedaba escribir el final que él mismo me estaba brindando en ese instante. Le comento que estaba transcribiendo un libro y que ella era la autora del prólogo, que faltaba poco para que todo estuviera concluido, y que cuando esto ocurriera, se lo mostraría, a lo que me contestó -  Tu escrito aún sigue donde lo pusiste, nadie lo ha quitado-. Después de tanto tiempo, el taller de grabado sigue con ese texto con el que empezó este, y el «As de guia corredizo» ha hecho que quedaran unidas para siempre todas las historias acaecidas en los largos viajes que me ha brindado la vida y las que han llegado a mis manos en forma de libros escritos con amor y arte.
     Finalmente el fundido en negro con que termino procede de la tinta sumi con la que ahora escribo y el río por donde bogo no es más que una pesada piedra llamada suzuri y que posee ese hueco por donde navego en los últimos tiempos.

martes, 11 de junio de 2013

THALICOS Y DIAGUITAS




 Sobre-cito

    




      Se podía leer esta mañana en el periódico Ideal, de mi región:

     “El equipo de la serie de TVE 'Isabel' inicia este martes en Granada el rodaje de las últimas escenas de la segunda temporada y lo hará en algunos de los entornos originales donde se desarrollaron los hechos históricos que se narran, como la entrada triunfal de los Reyes Católicos en la Alhambra, que abrirá el afamado Patio de los Leones a este proyecto audiovisual, o la expulsión de los judíos desde el tradicional barrio del Albaicín.
     Una de las escenas más complicadas se desarrollará en la Carrera del Darro, en la zona baja del barrio del Albaicín, situado a los pies de la Alhambra, donde un equipo de 50 figurantes con carros y sus enseres recreará la expulsión de los judíos.
     Todo el entorno urbano objeto de grabación será decorado y las zonas afectadas serán cortadas al tráfico para facilitar el rodaje”.


     Mal empezaba la jornada, pues llevo unos meses dibujando del natural en esa zona, tan significativa para mí, y que tantas veces he recorrido, dos días enteros que no podría ver la Alhambra desde tan privilegiado lugar, ni comentar mis avances en el boceto con los viandantes, así que solo me quedaba seguir practicando con mi espada de samurai para que el próximo día mi sensei pueda sentirse orgullosa de mis adelantos. Seguía cortando negro bambú de la jungla con mi afilado acero, cercenando y amputando extremidades para conseguir esos ansiados huesos que necesitaba para apilarlos todos juntos en enormes cajas blancas. Era el trabajo encomendado para mi primera semana de entrenamiento en tan noble arte. Además, me había mandado una carta para animarme a conseguir los difíciles y negros objetivos.
     “Estás hecho un "Thalico”, el arquetipo de los artistas sobretodo es el del guerrero, recuerda que tu también lo tienes.”Estas fueron sus palabras, ella cuyo nombre es Kanthaka y que proviene de una leyenda budista en la que significa caballo ágil, musculoso y leal, me dejaba esa nota, y yo proseguía día a día a cortar,  amontonar y guardar todo lo ordenado, además ahora tenía más espacio para conseguirlo en el tiempo ordenado.
     No soy persona de ir mucho al cine, pues me pierdo en mis divagaciones, apenas si escucho a los personajes y sólo presto atención al conjunto de imágenes que van pasando por la pantalla, a su orden y composición, pero hay una frase en una película estadounidense de 1994, protagonizada por Tom Hanks, y llamada Forrest Gump, que dice algo muy interesante, aunque en un principio pueda parecer banal: "Mi mamá dice que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes qué te va a tocar."
     Curiosamente es así, la vida puede cambiarte en cualquier momento, puede regalarte instantes inolvidables, para luego arrebatártelos de un plumazo, aunque en esta ocasión no fue así, porque en mi búsqueda de la paz interior, y con el fude en la mano, encuentro en mi casa un guerrero, además curiosamente se llama Juan, como yo, o quizá que solo este puesto para saber quien es el destinatario, pero lo cierto es que está aquí junto a mí, mientras escribo, él me mira extrañado, pues vivió en otro tiempo, en otra dimensión, él es un Diaguita. Su nombre, que quiere decir "serrano" y fue impuesto por los incas y tomado luego por los españoles, llamándosele así al un conjunto de poblaciones unidas por una lengua común, el kakán.
     La historia de este pueblo en el actual territorio del noroeste de Argentina puede cifrarse a partir del siglo V cuando se ubicaron los primeros grupos del tipo agricultor y alfarero, que con el transcurso de los siglos, fue desarrollando esa cultura.
     Los españoles comenzaron a llegar desde Perú, a partir de 1550 buscando asegurar la comunicación con los Andes centrales. El pueblo diaguita que era guerrero, y opuso una feroz resistencia en la que participó la comunidad entera. Las "Guerras Calchaquíes" se extendieron por más de un siglo.
     Este guerrero, mi luchador amigo me ha llegado desde Buenos Aires, de la mano de una joven artista llamada Patricia Herbon, y me recuerda que la felicidad está en las cosas pequeñas, en el intercambio y por supuesto en el arte, ese que tanto nos da…
     Mi amigo que ha arribado después de un largo viaje, ese ser que no esperaba y que viene a regalarme unas horas de alegría en mi lucha, estaba plácidamente dormido en una hermosa caja de cartón artesanal, finamente envuelta con hilos de seda y su posición era un tanto extraña, pues tuve que desperezarlo suavemente,  comprobando que estaba plegado como un origami japonés, y sobre su oriental semblante portaba un hermoso penacho de plumas, sus brazos desplegados daban la sensación de querer volar, de intentar abrazarme para infundirme su milenaria sabiduría. Junto a él había una carta destinada a mí, en la que pude leer:

      “UN SUEÑO DE LUZ
     COMO UN AMANECER
     NO PASARÁ AL OLVIDO…

     Esta historia inspirada en un libro de artista, me ha hecho recordar que la vida es sólo un instante y debemos aprovechar cada minuto de ella.
    
    
    

sábado, 8 de junio de 2013

TINTA SUMI



                                                    
Sobrecitos / Enredadas 2013



     La carga que soportaba era cada vez mayor, el peso sobre mis hombros me desgajaba el alma, la dificultad por esconder a mi amante me hacía perder el contacto con la realidad, habían pasado más de seis meses desde que comenzamos nuestra  convulsa relación, primero fue tímidamente, apenas unos esbozos, unos escarceos, pero ya que todo terminaba, me di cuenta de mi error, el fin estaba cerca y los dos lo sabíamos, dejamos que pasaran esas últimas horas cogidos de las manos y en silencio.
     La pasión no siempre fue la misma, hubo momentos que tuve que emplear la violencia, hube de doblegar su resistencia, su espíritu, era ella como el hierro, dura, su fría mirada me rompía las entrañas, pero cuando me abrazaba me sentía vivo, hacía que me encendiera como una hoguera, llegó a quemarme la ropa, mi bata ardía, tuve que quitarme la camisa para no arder yo con ella. Era pura llama su ardor, tenía que tocarla con guantes, que rápidamente incineraba llenando de ampollas mis dedos.
     Dos días han pasado desde aquella última tarde, de nuestra ruptura, algo más repuesto del fatal desenlace  me matriculé en un curso de caligrafía Shodo y pintura Sumi-e, necesitaba llenar el vacío que ella había dejado en mi vida, aún conservo las cicatrices en mis dedos, último recuerdo de la dura dama de hierro que forjé en el taller de mi escuela.
     Terminado el curso, el casco steampunk con su daga, esa amante fiel que me acompañó durante el duro invierno, comienzo el aprendizaje del noble y milenario arte oriental, ya todo es sosiego y paz, la luz tenue y la música también, la paz lo inunda todo y el aroma del té llena la estancia como una espesa bruma.
     Rasco la tinta Sumi sobre la piedra Suzuri, suavemente, sin prisa, pues forma parte de la relajación inicial antes de comenzar a deslizar el fude sobre el fino papel, mi profesora Carmen Moreno lleva mi mano sobre el papel, siento el poder de su brazo en mis dedos y así comenzó mi primer día como estudiante de escritura y pintura oriental, ya lejos de los ruidos de los martillos golpeando contra los duros yunques y buscando la paz interior.
      El artista de Sumi-e utiliza sólo tinta negra, presentada en barritas sólidas, que se frotan sobre una piedra plana, mientras se va mezclando agua, hasta obtener la intensidad deseada. Estas barritas son un compuesto de carbón de leña. El arte de esta pintura apunta a captar la esencia del objeto, más que su apariencia, para pintar con el lenguaje del espíritu. No hay arte sin paciencia, porque únicamente  con autodisciplina y concentración se podrá lograr  equilibrio, ritmo y armonía de la composición. Pero no sólo en Oriente se molía el pigmento para lograr la tinta y así plasmar su vida y  su cultura, este pueblo entre otros fue el  Tlacuilo, que significa “que labra la piedra o la madera” y que más tarde pasó a designar a lo que hoy llamamos escriba, pintor, escritor o sabio.
     Estos hombres pintaban los códices y los murales en Mesoamérica. Conocían las diversas formas de representación, así como la mitología. Llevaban registros de la diversidad biológica. Podían trabajar en mercados y templos, según el tipo de actividad para la que se les necesitaran. Después de la conquista española, un grupo de indígenas registró en escritura latina la información de varios códices y anales históricos aztecas. En el Códice Matritense de la Real Academia de la Historia, 1 al tlahcuilo se le define así:

          Tlahcuilo: el pintor

     El pintor: la tinta negra y roja, artista, creador de cosas con el agua negra.
     Diseña las cosas con el carbón, las dibuja, prepara el color negro, lo muele, lo aplica.
     El buen pintor: entendido, Dios en su corazón, diviniza con su corazón a las cosas, dialoga con su propio corazón…


     De regreso a mi casa portando el fude a modo de estandarte, la tinta y la piedra en otra, con mi semblante feliz y preparado para acometer la difícil tarea de aprender a hacer el “hueso” y el “bambú”, me encuentro un bonito sobre conteniendo el arte de los Tlacuilos, este me había llegado desde Buenos Aires, una artista amiga mía, Raquel Herbon me había obsequiado con su maravillosa creación sobre este pueblo, esta obra realizada en papel artesanal bellamente ensamblada con un cordel rojo y pintada con el mismo color que hiciera su pueblo nos recuerda la importancia de este maravilloso y milenario arte:
     EL LIBRO
     LA ESCRITURA
     EN EL ES VISTO
     EL AMANECER
     Y EL RESPLANDOR
     DE UN PUEBLO
      
     Aquí termina mi curso de forja y comienza mi nueva andadura por otros maravillosos y apasionantes mundos.