viernes, 28 de junio de 2013

AS DE GUIA




                                        




     Cuatro años atrás había dejado el puerto, la partida fue de noche y nadie estaba en el muelle despidiéndose, la dársena estaba maloliente, pues las redes allí depositadas sin  tan siquiera haberlas desenredado estaban en avanzado estado de descomposición, aún se movían algunos peces atrapados allí de las capturas y descartes del día anterior, casi se podían escuchar los lamentos, los gritos y sollozos de los moribundos animales, el nauseabundo hedor me mantenía semialetargado y mi corazón latía rápido y poco acompasado -ya no era joven- necesitaba  partir rápidamente, antes de que comenzara a desperezarse el día, necesitaba no ser visto ni oído, pues mi desaparición debía de pasar desapercibida, como lo fue mi llegada. Un día estaba allí tirado sobre unas viejas tablas de un abandonado barco, bajo un toldo improvisado con unas viejas velas de un abandonado velero. Nadie supo nunca cuanto tiempo llevaba allí semidormido, casi desnudo y sucio, siempre con la mirada perdida en el horizonte y la cabeza y mente perdida en sabe Dios que cosas.
     El mar estaba calmo, sólo una suave brisa matinal me mantenía fresco, pero húmedo, siempre mojado y con ese olor a muerto que me acompañaba habitualmente desde hacía tiempo atrás. El sol se elevaba suavemente para volver a destrozar mis dañadas retinas, los días sucedían a las noches sin  hacerme reaccionar, mis movimientos se habían vuelto mecánicos, apenas necesitaba pensar para sobrevivir, pescaba al amanecer, y comía lo capturado cuando el sol estaba en su cenit, volvía a recolectar algo al atardecer para devorarlo sin mucho miramiento ni pudor con las últimas luces de la tarde.
     Dormía, comía y poco más, ya apenas ni reflexionaba sobre mi vida ni esperaba nada, sólo el retraso de un nuevo día me inquietaba, el siguiente amanecer podría ser el último, la próxima comida se me antojaba distinta e insípida, ese momento en que nunca más sentiría el placer de la incertidumbre, podría estar detrás de la siguiente ola, o quizá un poco más lejos, justo en el lugar donde se unen cielo y mar, en esa fina y difuminada línea que ya apenas llegaba a distinguir, pues mis hundidos ojos estaban llenos de larvas de algún microscópico animal que nunca debió llegar allí, y que disfrutaba del húmedo y caliente clima que encontró en mi globo ocular.
     Con mis agrietados labios y sin apenas ver ya no comía apenas y sólo bebía el agua que recogía del rocío de la mañana, sorviendo y chupando las mugrientas telas que ponía en la cubierta de mi paquebote, ese que antaño fuera un gran navío y del que sólo queda el recuerdo en alguna vieja postal que nunca llegó a su destinatario, y algunas letras de su nombre en su gastado «trawler».
     No siempre fue así mi larga travesía en estos cuatro años, hubo un tiempo en que los camarotes estuvieron llenos de gente, amigos, pero sobre todo pasajeros de los que casi ni recuerdo sus caras, llegaban de todas las ciudades del mundo, buscaban las libertad que proporcionaba el mar, el poder navegar por todas las costas descritas en mi libros y así sentir ese viento que tantas veces  quemó mi maltrecha cara, llegando a desfigurármela de por vida. Nunca supe como llegó mi cuaderno de bitácora a manos de algún librero, que malinterpretándolo, pensó que era un libro de aventuras y que podía editarse.
    Comencé a escribir una tarde de primavera, ya casi entrado el verano, y lo hice para tomar partido por una causa justa a la que quise poner voz, y ahora me veo en la necesidad de cerrar y firmar la obra, esta que quedaría inconclusa sin narrar las vicisitudes que acarrearon mi desafortunado quijotismo. Después de luchar contra vientos y mareas, con tempestades y huracanes y con la tranquilidad del deber cumplido, me quedaría la sensación de la inutilidad de todo lo viajado, si no fuera por los recuerdos acumulados en estas páginas, donde narro todas mis peripecias y desencuentros con el mundo, apoyado en mis amigos y mi propia esposa que ha viajado a mi lado en casi todas las ocasiones y me ayuda a empaquetar este volumen, enterrando mis propias vergüenzas.
    El día que estoy terminando de relatar mi último viaje, o mejor dicho la tarde, es un verano cualquiera de Sevilla, allí he desembarcado por última vez, en el río Guadalquivir que me viera nacer, aunque kilómetros mas arriba y llamándose  Geníl. Estoy junto al puente de Triana intentando ordenar todas las mojadas e ilegibles páginas que amontono en una vieja y oxidada lata de conservas. Sólo me queda recuperar algunas cosas que se me han caído al río al desembarcar, pues mis cansados músculos apenas si me mantienen en pie, y mis viejas articulaciones no me dejan controlar mis torpes movimientos, ni tan siquiera lo que fuera una fuerte musculatura era capaz de mantener mi torcida columna derecha, este viejo marinero abandona el barco y hace un nudo con una soga, el «As de guía» para atrapar los enseres caídos al sucio río.
     Utilizo este lazo porque se trata del único nudo corredizo utilizado por los marineros; se usa en maniobras de aparejos y para recoger objetos flotantes que puedan haber caído por la borda, también hay quien lo denomina ahorcaperros, pero a mi no me gusta llamarlo así por razones obvias. Ya con él en mis manos pesco el resto de mi valiosa mercancía y la deposito en los estantes de mi carruaje, hecho con las cuadernas de mi desvencijado barco, haciendo desaparecer todo resto de mi viaje. Vagaré hacia algún lugar remoto para recomponer los pedazos que han sobrevivido y que lleguen a vuestras manos de una manera limpia y ordenada.
     En el camino de regreso, y recapitulando los contenidos que quedarán plasmados en mi ópera prima, pienso en cómo debió de ocurrir todo, recuerdo a todos los que cayeron al mar en los días de tormenta y nunca más volverán, familia y familia de compañeros fallecieron en la travesía, otros abandonaron el barco sin despedirse, sin mirar atrás, sin agradecer el paseo y ni tan siquiera pagar el pasaje. Evoco algunos personajes que viajaron en clase superior, otros fueron polizones o truhanes, pero finalmente todas se fueron yendo dejándome en la más absoluta de las soledades. Bueno... tampoco puedo ni debo decir eso, un pequeño ramillete de joyas aun conservo y espero poder lucirlas el tiempo que me quede que navegar si algún día partimos hacía nuevas aventuras auspiciadas por libros e historias que van llegando a mis manos.
     Los bultos recogidos del río ya están secos unos días después y decido abrirlos y ver el estado de su contenido, me encuentro que hay unos amarillentos papeles en los que hablo del «Jorobado de Notre Dam», recuerdos me asaltan dejándome muy aturdido, pues se acerca el momento de poner la palabra Fin a mi lucha. Manuel Fernández Magán paseaba cuatro años después por el bulevar de la avenida Calvo Sotelo de Granada, ya no estaba jorobado y se le veía feliz y recién afeitado, el día anterior había acabado su penúltima lucha como miembro del tribunal del módulo de grabado, comentamos lo extraño de encontrarnos en ese lugar tan alejado de los sitios que solíamos frecuentar. Le confieso que busco unas revistas que me había encargado una amiga Mejicana y que debía mandárselas a su país, y así quedó todo, despidiéndonos cordialmente como siempre.
     De vuelta a mi casa, nos encontramos nuevamente y me pide que le enseñe el artículo de nuestra amiga común Gabriela Sodi Miranda, él la conoce antes que yo, pues pertenece a «libro de artista», y así le descubrí mi secreto, pues ya sólo quedaba escribir el final que él mismo me estaba brindando en ese instante. Le comento que estaba transcribiendo un libro y que ella era la autora del prólogo, que faltaba poco para que todo estuviera concluido, y que cuando esto ocurriera, se lo mostraría, a lo que me contestó -  Tu escrito aún sigue donde lo pusiste, nadie lo ha quitado-. Después de tanto tiempo, el taller de grabado sigue con ese texto con el que empezó este, y el «As de guia corredizo» ha hecho que quedaran unidas para siempre todas las historias acaecidas en los largos viajes que me ha brindado la vida y las que han llegado a mis manos en forma de libros escritos con amor y arte.
     Finalmente el fundido en negro con que termino procede de la tinta sumi con la que ahora escribo y el río por donde bogo no es más que una pesada piedra llamada suzuri y que posee ese hueco por donde navego en los últimos tiempos.

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